jueves, 6 de junio de 2013

Crear una cultura de la amistad


“En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: "No llores." Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: "¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!" El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: "Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo." La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.“ (Lc 7, 11-17)



Por Redacción AJ.  

Crear con nuestra fe una cultura del encuentro, una cultura de la amistad (Papa Francisco)



La vida de Jesús, en los tres años que los que los evangelistas nos narran, es una vida hecha de encuentros. Porque sale a las calles, vive entre la gente, encuentra a las personas. Habitualmente los evangelistas nos lo describen acompañado por sus discípulos, rodeado de quienes se acercaban a El, sin esconderse en los momentos duros.  



Jesús vive intensamente  y su mirada está siempre como un radar atento a  captar las posibilidades de  encuentro.  Serán encuentros que celebran, y muchas veces encuentros con alguien a quien escuchar, a quien fortalecer, a quienes comprender ante lo injusto, a quien sanar de muchas maneras, una de ellas, con el perdón. Encuentro en los que se experimenta la vida. Y con ello  la posibilidad de explicar con su palabra o con la palabra de quienes recibían su ayuda, quien es este Dios que se ha inventado un modo genial de estar con nosotros, de visitarnos, como decían en este texto los testigos de su milagro. 



Este encuentro de Jesús tiene una gran carga de sufrimiento. Se trata de la muerte de un joven. Es el único hijo de una mujer viuda, en una sociedad donde la mujer carecía de valoración y esta situación la dejaba totalmente desprotegida. 



Puesto que este fragmento del Evangelio no es para nosotros un recuerdo sino la posibilidad de una experiencia, este hecho de Jesús nos invita a



Aprender de sus gestos - Lo que Jesús hizo lo quiere seguir realizando a través de nosotros, con nuestra colaboración imprescindible “Yo estaré con vosotros todos los días…” no se trata sólo de hacernos compañía sino de un estar en nosotros, activo, para el bien de otros. Jesús no pasa de largo, se detiene, siente el dolor de la mujer, le mira, le habla, se acerca al ataúd, lo toca, le habla al hijo muerto, entrega el hijo vivo a su madre. Es la enseñanza que nos ha querido dejar el Papa Francisco cuando en la vigilia de Pentecostés, la fiesta de las asociaciones y movimientos laicales, nos explicaba de este modo el texto del Apocalipsis, “estoy a tu puerta y llamo”:


“No os encerréis, por favor. Esto es un peligro: nos encerramos en la parroquia, con los amigos, en el movimiento, con quienes pensamos las mismas cosas... pero ¿sabéis qué ocurre? Cuando la Iglesia se cierra, se enferma, se enferma. Pensad en una habitación cerrada durante un año; cuando vas huele a humedad, muchas cosas no marchan. Una Iglesia cerrada es lo mismo: es una Iglesia enferma. La Iglesia debe salir de sí misma. ¿Adónde? Hacia las periferias existenciales, cualesquiera que sean. Pero salir. Jesús nos dice: «Id por todo el mundo. Id. Predicad. Dad testimonio del Evangelio» (cf. Mc 16, 15). Pero ¿qué ocurre si uno sale de sí mismo? Puede suceder lo que le puede pasar a cualquiera que salga de casa y vaya por la calle: un accidente. Pero yo os digo: prefiero mil veces una Iglesia accidentada, que haya tenido un accidente, que una Iglesia enferma por encerrarse. Salid fuera, ¡salid! Pensad en lo que dice el Apocalipsis. Dice algo bello: que Jesús está a la puerta y llama, llama para entrar a nuestro corazón (cf. Ap 3, 20). Este es el sentido del Apocalipsis. Pero haceos esta pregunta: ¿cuántas veces Jesús está dentro y llama a la puerta para salir, para salir fuera, y no le dejamos salir sólo por nuestras seguridades, porque muchas veces estamos encerrados en estructuras caducas, que sirven sólo para hacernos esclavos y no hijos de Dios libres? En esta «salida» es importante ir al encuentro; esta palabra para mí es muy importante: el encuentro con los demás. ¿Por qué? Porque la fe es un encuentro con Jesús, y nosotros debemos hacer lo mismo que hace Jesús: encontrar a los demás. Vivimos una cultura del desencuentro, una cultura de la fragmentación, una cultura en la que lo que no me sirve lo tiro, la cultura del descarte. Pero sobre este punto os invito a pensar —y es parte de la crisis— en los ancianos, que son la sabiduría de un pueblo, en los niños... ¡la cultura del descarte! Pero nosotros debemos ir al encuentro y debemos crear con nuestra fe una «cultura del encuentro», una cultura de la amistad, una cultura donde hallamos hermanos, donde podemos hablar también con quienes no piensan como nosotros, también con quienes tienen otra fe, que no tienen la misma fe. Todos tienen algo en común con nosotros: son imágenes de Dios, son hijos de Dios. Ir al encuentro con todos, sin negociar nuestra pertenencia. Y otro punto es importante: con los pobres. Si salimos de nosotros mismos, hallamos la pobreza. Hoy —duele el corazón al decirlo—, hoy, hallar a un vagabundo muerto de frío no es noticia. Hoy es noticia, tal vez, un escándalo. Un escándalo: ¡ah! Esto es noticia. Hoy, pensar en que muchos niños no tienen qué comer no es noticia. Esto es grave, ¡esto es grave! No podemos quedarnos tranquilos. En fin... las cosas son así. No podemos volvernos cristianos almidonados, esos cristianos demasiado educados, que hablan de cosas teológicas mientras se toman el té, tranquilos. ¡No! Nosotros debemos ser cristianos valientes e ir a buscar a quienes son precisamente la carne de Cristo, ¡los que son la carne de Cristo! Cuando voy a confesar —ahora no puedo, porque salir a confesar... De aquí no se puede salir, pero este es otro problema—, cuando yo iba confesar en la diócesis precedente, venían algunos y siempre hacía esta pregunta: «Pero ¿usted da limosna?». —«Sí, padre». «Ah, bien, bien». Y hacía dos más: «Dígame, cuando usted da limosna, ¿mira a los ojos de aquél a quien da limosna?». —«Ah, no sé, no me he dado cuenta». Segunda pregunta: «Y cuando usted da la limosna, ¿toca la mano de aquel a quien le da la limosna, o le echa la moneda?». Este es el problema: la carne de Cristo, tocar la carne de Cristo, tomar sobre nosotros este dolor por los pobres. La pobreza, para nosotros cristianos, no es una categoría sociológica o filosófica y cultural: no; es una categoría teologal. Diría, tal vez la primera categoría, porque aquel Dios, el Hijo de Dios, se abajó, se hizo pobre para caminar con nosotros por el camino.

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